Editorial Vistazo

Las mujeres de la escarapela negro con dorado

Dolores Costales Peñaherrera *

Manuela Cañizares, Rosa, Mercedes y Nicolasa Montúfar, María Ontaneda, Rosa Zárate, Josefa Herrera, Mariana Matheu, Manuela Sáenz, Rosa Campuzano, Antonia León, Bertica la “pallashca”, Antonia Moreno, una guarandeña que fue espía a favor de la causa libertaria y mil más. La historia no les ha hecho justicia. En el Bicentenario de la Batalla del Pichincha recordamos el papel de las mujeres defensoras de la libertad.

Las mujeres que participaron en las Guerras de Quito y de la Independencia no fueron unas cuantas flores en el desierto, sino eslabones de un vasto proceso de transformación de nuestra conciencia colectiva, que se agudizó al arrancar el siglo XIX.

Las quiteñas de entonces (entiéndase por “quiteñas” a todas las nacidas en el territorio de la Real Audiencia de Quito) continuaron la lucha de las indígenas que enfrentaron a los dominadores cuzqueños y españoles y permitieron la supervivencia de los señoríos nativos; de las monjas coloniales que se rebelaron contra el tutelaje de los curas; de las esclavas negras que murieron por denunciar el trato inhumano que recibían; de las huarichas que apoyaron a los ejércitos nativos y de la Independencia; de las nobles y plebeyas que defendieron Quito en 1810, 1812 y 1822; y de todas las mujeres de la transhistoria de la colonización -nativas, blancas y criollas- que realizaron una labor sacrificada, callada y nunca reconocida, para configurar la sociedad mestiza.

Con frecuencia se dice que la felicidad es el principal objetivo de la vida humana. Pero hay algo más profundo: la búsqueda de sentido, en forma individual y colectiva.

Una vida con sentido es un objetivo que exige heroísmo, porque la sociedad humana no ha sido ni es, sensata, equilibrada y justa. Las relaciones entre individuos, entre gobiernos y pueblos, y entre personas y naturaleza han sido y son de poder. Es difícil romper el círculo vicioso y malsano de dominadores y dominados, de explotadores y explotados.

Las quiteñas decimonónicas estaban hartas del dominio colonial y patriarcal: urgidas por alcanzar una vida mejor para ellas y para su patria. En su inconsciente se había activado el arquetipo de la heroína, profundamente anclado en sus estructuras perceptivas, emotivas y motivacionales.

El de la heroína es un patrón primordial de energía y conciencia, un personaje universal que forma parte del inconsciente colectivo y contiene enorme potencial para la evolución de las mujeres. Aparece en los mitos, las tradiciones, los sueños, la literatura y el arte de todos los pueblos del mundo, para representar a las valientes que superan pruebas y vencen obstáculos para convertirse en seres integrados, completos y libres, capaces de dar sentido a su existencia.

Las quiteñas del siglo XIX rompieron gruesas capas de resistencia mental, afilaron su pensamiento en la navaja de las ideas perennes de libertad material y espiritual y se pusieron en acción. ‘Poseídas’ por el arquetipo de la heroína vieron surgir en ellas un sentimiento de exaltación y de vida intensa. Estaban dispuestas a ir al patíbulo porque las sostenían la abrumadora fuerza moral de la verdad y la justicia. Derrumbaron los límites físicos y mentales en los que vivían y no dudaron en volverse confabuladoras, espías o soldados para entrar en la lucha contra la opresión.

Perdieron el miedo a las murmuraciones,

Inés María Jiménez, Nicolasa Jurado, Gertrudis Esparza, Rosa Robalino, mujeres sin poder ni dinero pero con valor épico, se enlistaron en el ejército de Sucre disfrazadas de varones. Pelearon en Pichincha el 24 de Mayo de 1822. Rosa fue herida, pero las otras continuaron luchando en Junín y Ayacucho.

al menoscabo de su reputación, de sus bienes, de su familia, de sus vidas. Se volvieron temerarias incluso para elegir a quien amar, por sobre el juicio y la sanción sociales.

De la tertulia al campo de batalla

Romper con los patrones de conducta y pensamiento de su tiempo hizo que se las considerara peligrosas. Las autoridades realistas las calificaron de livianas, insurgentes, irrefrenables, turbulentas, cabezas de motín, ridículas y alocadas; las persiguieron como a criminales.

Seguir aceptando el papel de víctimas habría significado para ellas aferrarse al cuerpo de dolor colectivo de las mujeres y bloquear el acceso a su poder interno de transformación.

Por eso transmutaron el dolor en conciencia y acción. No podían esperar a que sus dominadores se volvieran cuerdos o conscientes. Entonces organizaron ‘tertulias’ para ampliar sus horizontes intelectuales y cívicos, invitando a personajes locales y afuereños que habían viajado, estudiado y leído; traían las noticias y las ideas que circulaban en América y Europa.

Damas de la élite y de los estamentos medios criollos utilizaron esas reuniones para fines muy distintos de los del cortejo y las alianzas matrimoniales. Su objetivo era acercarse a las contingencias del momento y crear el ambiente adecuado para lograr los cambios políticos y sociales urgentes. Hicieron de las tertulias un ámbito de lucha

por sus derechos y por el derecho de los americanos a gobernarse por sí mismos. En los salones quiteños se comenzó a experimentar una incipiente democracia y las mujeres se transformaron en operadoras políticas de lujo, como lo fueron Manuela Cañizares, Rosa, Mercedes y Nicolasa Montúfar, María Ontaneda, Rosa Zárate, Josefa Herrera, Mariana Matheu, Manuela Sáenz, Rosa Campuzano, Antonia León, Bertica la “pallashca”, Antonia Moreno y mil más. Todas se colocaron con desparpajo una escarapela negra con dorado para indicar que pertenecían al partido de la libertad. El negro significaba el dominio colonial y patriarcal, la guerra y la muerte, y el dorado, el amanecer de una época diferente, la luz de la libertad.

Unos cuantos ejemplos bastan para dimensionar el papel de estas guerreras. Rosa Montúfar, noble y criolla, organizó las tertulias de Chillo poniendo en juego su estatus social y su vida; formó grupos de adeptos a la causa republicana, incluso entre sus propios servidores; actuó como espía y correo de los rebeldes; salvó la vida de sus familiares, comprando su libertad o ayudándolos a escapar; dio refugio en Chillo a las patriotas perseguidas. Fue tomada presa y expulsada de la ciudad, pero escapó y regresó a Quito disfrazada de fraile. Participó en la organización de la defensa de la ciudad frente a Montes, en 1812, junto con mujeres de la élite y gente del pueblo llano. Ayudó a huir al general Mires y a otros jefes del ejército de Bolívar; auxilió a la expedición de Guayaquil encabezada por Sucre; empleó fuertes sumas para lograr la deserción de los soldados realistas; habilitó con su dinero a dos compañías del Batallón Santander y a la Columna de Angamarca; acogió a los prisioneros del Huachi y a los integrantes de la División Libertadora en la hacienda de Chillo. Sus propiedades fueron asaltadas por los realistas y secuestrados los bienes de su familia.

La guarandeña Josefina Barba se unió a la red de inteligencia de la conspiración, espió a las tropas realistas con peligro de su vida, comunicó sus posiciones a los insurgentes y posibilitó el triunfo de Camino Real en 1820. Inés María Jiménez, Nicolasa Jurado, Gertrudis Esparza y Rosa Robalino, mujeres del común, sin poder ni dinero pero con valor épico, se enlistaron en el ejército de Sucre disfrazadas de varones, y pelearon en Pichincha el 24 de Mayo de 1822. Rosa fue herida, pero las otras continuaron luchando en Junín y Ayacucho.

El valor de las patriotas fue reconocido por Sucre y por Bolívar, aunque ellas no buscaban estipendios ni medallas. Pese su colosal protagonismo en la Independencia, su lucha sigue siendo una historia subalterna.

En este Bicentenario de la Batalla del Pichincha de 1822, las recobro desde el margen de la historia, rindo homenaje a su valor ejemplar y rescato la escarapela negra y dorada que fue su insignia.

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2022-05-19T07:00:00.0000000Z

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