Editorial Vistazo

LA VIDA DE LOS OTROS

¿Por qué nos gusta tanto la telerealidad? El trance y el placer de mirar, y ser vistos.

Ileana Matamoros

“TE APUESTO a que nueve de cada diez personas, si ven a una mujer al otro lado del patio desvistiéndose para dormir, o incluso simplemente a un hombre ordenando su cuarto, se quedarán a mirar; ninguno apartaría la mirada diciendo ‘esto no me interesa’. Podrían cerrar las cortinas, pero no lo harán, se quedarán allí y mirarán”, le aseguró Alfred Hitchcock, a François Truffaut en una de sus célebres conversaciones: “Todos somos voyeurs” (“el que ve” en su traducción literal del francés). Con esta certeza sobre la naturaleza humana como premisa, el maestro del suspenso dirigió una de sus obras maestras: La ventana indiscreta.

Las relaciones entre el arte de las imágenes en movimiento y el placer de mirar sin ser vistos son muy antiguas. Ya hace más de 120 años un de las más interesantes obras del cine primitivo “Por el ojo de la cerradura” (1901) mostraba a un hombre y a su mirada espiando a los huéspedes de un hotel en su intimidad. Hasta el día de hoy el mismo acto de ver cualquier película o serie de ficción involucra un acuerdo “mirón”: vamos a ser testigos de una representación de la vida de unos perso

najes sin que ellos se den cuenta. Y aunque sabemos que se trata de actores interpretando un papel e ignorando las cámaras, igual nos emocionamos.

El ser humano es curioso por instinto, nos gusta saber cómo viven los otros y contrastarlo con nuestras propias vidas. La primera película documental que dejó de ser meramente informativa y se convirtió en un espectáculo fue “Nanuk del norte” (1922), hace exactamente un siglo. El explorador Robert Flaherty conquistó al gran público de Estados Unidos y del mundo con la impactante historia sobre la vida de una familia de esquimales de Canadá. Desde entonces empezó la discusión ¿qué es realmente real y qué se acomoda para parecerlo y atraer al público? pronto se descubrió que Nanuk no se llamaba así (su nombre original era difícil de pronunciar), que cazaba con armas de fuego pero para la película se le pidió que lo hiciera como sus antepasados, que aunque sus condiciones de vías en el Ártico eran duras ellos sí conocían la tecnología de la época -aunque en una escena Nanuk aparezca tratando de morder un disco para “enlatar” ahí su propia voz, y que la linda esquimal que interpretaba el papel de esposa del protagonista era en realidad la amante del director. Pasando por diversas tendencias de registro, como el “cine directo” o el “documental de creación”, el documental contemporáneo continúa desafiando los límites de lo que consideramos ficción y verdad.

Como hermana menor del cine, la televisión es la cuna de los reality shows. El gran debut fue con Candid Camera (1948) en Estados Unidos, y el formato cámara esconimaginar dida se reprodujo por el mundo. En los setenta, Una familia americana (producido por la televisión pública PBS) consolidó este tipo de programas donde la vida íntima de un grupo de desconocidos se hacía pública. En medio de ese auge el filósofo y sociólogo francés, Jean Baudrillard publicó Cultura y simulacro (1978).

En los 90 los realities tipo concurso explotaron en el primer mundo y en el 2000 en todas partes gracias al formato de Gran Hermano, cuya productora acuñó la frase “la televisión es emoción”. Con la posibilidad que dio la internet para el voto del público, la relación de los televidentes con estos programas se extendió a las redes sociales.

En 2009 un estudio académico entrevistó a casi 700 jóvenes norteamericanos para entender las gratificaciones que percibirán al consumidor de estos contenidos. Una de las motivaciones principales consistía en cómo reaccionarían ellos mismos frente a las situaciones a las que se enfrentan los concursantes.

Mejorar un negocio, demostrar algún talento, conseguir pareja, cambiar de pareja, educar a un gato, sobrevivir en una isla, conocer como es la vida privada de seres anónimos o de un grupo de famosos, todo es válido a la hora de la telerrealidad. Las críticas a la mayoría de estos programas son duras: desde la etiqueta de ser “telebasura” que explota en exceso el conflicto, drama, la humillación y el sexo, hasta la obvia sospecha de que el comportamiento que vemos en pantalla no es tan real, porque para que fuera así los protagonistas deberían ignorar que son observados como en El show de Truman, la película protagonizada por Jim Carrey en 1998. Tan arraigada está la cultura del reality en nuestras sociedades que ya en salud mental existe el Síndrome de Truman: un trastorno que sufre alguien que cree estar en un reality show y que su vida es grabada las 24 horas.

La promesa de que cualquiera con suficiente talento puede triunfar en un reality show es uno de los mitos con los que nos identificamos en estos formatos: el efecto Boyle. Pero toda moneda tiene dos lados. La británica Susan Boyle a pesar de un aspecto poco espectacular se convirtió en la mujer más famosa del mundo por su prodigiosa voz en Got Talent, pero pocos recuerdan que después de quedar en segundo lugar tuvieron que llevarla al hospital agobiada por el estrés de la inesperada derrota. En 2018 se estableció que en los últimos 15 años sólo en Estados Unidos se habían suicidado más de 20 participantes de diversos formatos de telerrealidad. El caso más mediático envolvió al chef británico Gordon Ramsey que le gritó al chef neoyorquino Joseph Cerniglia: “¡Tu negocio está a punto de hundirse en el puto río Hudson!”. Tres años después Cerniglia acabó con su vida lanzándose al Hudson.

La teleralidad parte fundamental del entretenimiento masivo. Como en un experimento sociológico en los actos de sus participantes un escenario para identificarnos, y satisfacer el atávico placer de mirar la vida de los otros.

Gente & Cultura

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2022-01-14T08:00:00.0000000Z

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