Editorial Vistazo

Mónica Varea

Mónica Varea

Hoy llueve y me acordé de Ana. Hace un par de años la vi caminando por la avenida. No pude creer que fuera ella. Saqué medio cuerpo por la ventanilla y grité su nombre, se viró, me miró y tampoco podía creer que fuera yo. Cuánto tiempo había pasado, treinta, cuarenta años. Los carros avanzaban en el habitual caos de las cinco de la tarde, solo atiné a extenderle mi tarjeta porque era imposible detenerse.

Dos días después me visitó en la librería. Compró uno de los libros escritos por mí, me pidió que se lo autografiara y nos tomamos muchas fotos. De pronto sentí que no tenía nada que hablar con ella, que esa amiga libre, irreverente y audaz era una guapa mujer que vivía por y para Dios. Se había divorciado y pronto se casaría con un ángel, según dijo. Yo me lo imaginé como un ángel de verdad, asexuado, rubio, lampiño.

Fuimos juntas al liceo, teníamos seis años y lo nuestro fue amistad a primera vista. Su mundo era tan distinto al mío y tal vez por eso me fascinaba. Mi familia era muy convencional, mi papá un maravilloso médico, mi madre y mi abuela unas señoras de su casa, mis hermanas unas chicas muy educadas; la suya era muy distinta. Disfuncional le dicen en estos tiempos. Aunque en un caos brutal, en esa casa todo funcionaba. Su padre era cantante y vivía de gira por Latinoamérica; su madre una mujer llena de vida que de tiempo en tiempo se cansaba de las labores del hogar y se iba a su natal Bogotá dejando a sus ocho hijos al cuidado de dos empleadas; su hermana mayor era muy guapa y tenía muchos novios; sus hermanos estudiaban cuando les apetecía o cuando no los habían expulsado. Ana no vivía en esa casa llena de hermanos, vivía con sus tíos, dos solterones que compartían una casa, de esas con patio, pila de piedra y corral. Ana era muy mimada, podía hacer lo que quisiera sin tener que rendir cuentas a nadie. Era traviesa y divertida.

Recuerdo aquel paseo a las piscinas de Tesalia al que no llevé traje de baño porque a mamá le parecía peligroso que me bañara sin saber nadar. Fue Ana quien me convenció de meterme a la piscina sin permiso, sin calzonario y con el guardapolvos que las monjas nos hicieron viajar para no perdernos de vista. Yo la obedecí, pero no contaba con que el guardapolvos flotara y mi nalga quedara expuesta a la mirada de todos. Las monjas se santiguaban y rezaban jaculatorias, todas las niñas se reían, se tapaban la cara, Ana, yo y mi nalga nos divertíamos.

Fue ella quien me presentó a Batman y me convenció de que las niñas sí podíamos ser súper heroínas. Y me contó cómo se hacían los bebés.

—Solo tienen que dormir juntos un hombre y una mujer.

—Pero mis padres duermen siempre juntos y en mi casa no hay bebés.

—Claro, porque entre ellos tiene que meterse a la cama una lagartija, ¿entiendes?

Y claro que entendí, pero huí de las lagartijas hasta hace poco.

Hoy llueve y me acordé de ella, tal vez por este pan con guayaba que no quiero que se acabe nunca. Sabe exactamente igual al que su tío nos preparaba en las tardes de lluvia.

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2021-10-07T07:00:00.0000000Z

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